En mi recuerdo más antiguo me acompaña mi abuela paterna, tita María Elena. Debo tener unos dos años. Jugábamos con animalitos de plástico.
De chiquito, tenía compañeros imaginarios y hablaba con los juguetes. Pasaba horas de horas en mi habitación: montaba escenarios con esas figurillas, seleccionaba los animales de la selva, de la granja, los dinosaurios, los del agua; separaba los soldaditos, los indios, los vaqueros. Marcaba zonas para cada grupo, nunca los mezclaba. Con ellos creaba lo que no tenía, lo que me hacía falta. Eran mis amigos.
En esta obra reconstruyo esas escenas. Represento, por un lado, la inocencia del juego del niño, su mundo imaginario compuesto por montañas, selvas y granjas. Los animales de plástico cobran vida. Por el otro, abordo la soledad, el aislamiento de la infancia entre cuatro paredes, el escape de la circunstancia ineludible a través de la imaginación.
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